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La idea de este primer largometraje de la española Isabel Ayguavives nació en un viaje que realizó hace algunos años a Chile, acompañando a un amigo que se reencontraba con su familia. Era en el mismo lugar donde se sitúa el filme, una casa donde todos se juntan a recordar viejos tiempos, en la zona de Jahuel, un lugar poseedor de un magnetismo tal que un árbol puede empujar un auto.

Algo que sirve de metáfora para esta historia donde Bruno (Andrés Gertrudix) vuelve desde España. Con el acento ibérico totalmente adoptado, se reúne con su familia chilena que lo espera ansiosa tras largos años. Se reencuentra con los cariños, las comidas, los asados y las viejas anécdotas, pero además con su prima (Manuela Martelli), con quien todo el tiempo se sugiere que hay algo más.

La propuesta de El árbol magnético parece simple. Un reencuentro familiar que transcurre sin ningún conflicto claro o angustiante. Es más, la familiaridad, el restablecimiento de lazos familiares, la nostalgia de los veranos pasados, es la guía del filme en grandes pasajes. Pero en esta aparente simpleza se sitúa también su mejor virtud.

Ayguavives, con experiencia en la televisión española, construye personajes queribles y sorprendentemente creíbles para sólo haber estado en Chile de pasada. Además, sabe que sólo sobre esto se puede construir un filme donde algo tan delicado como la nostalgia no puede caer en ningún exceso dramático. De ello depende que la cinta se mantenga a flote y lo logra.

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Hay en esto también responsabilidad de actores de oficio como Catalina Saavedra y Gonzalo Robles, Edgardo Bruna o del joven Juan Pablo Larenas, quienes agregan la cuota de humor y respiro dramático. A través de esto, se cuela suavemente la humanidad de los protagonistas principales a cargo de Gertúdrix y Martelli, esta última, ya perita en estos roles donde lo que pasa va más por dentro que por fuera.

La densidad interna que carga cada uno, ambos enclavados en un pasado que los une, pero en un presente que se insinúa complicado, esto como una especie de carga generacional que la directora instala. Aquí, los jóvenes están imposibilitados de ver el futuro, mientras que el pasado es su única ancla hacia tiempos más ideales. Parados en un momento donde las tradiciones (como esos veranos familiares) se están extinguiendo, todos parecen estar presas una inquietud. El mayor síntoma de este estado es la figura de la abuela, en quien desembocan todos los recuerdos, pero que ahora casi no habla y está cercana a su fin.

Esta es una esas cintas que se le podría tratar como “película de personajes”, pero Ayguavives con un gran control emocional en cada escena, con las defensas altas en contra de la cursilería, elabora además una película sobre cómo nuestras memorias emotivas, cómo esa nostalgia, está constantemente determinando nuestros presentes. Para bien o para mal.

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